Wednesday, August 30, 2006

Mil($)ton

Desafortunadamente, el mercado de las personas no cuenta con la información adecuada para que los seres humanos se dirijan a sus afectos más enormes. El precio, ese bien escaso, ese lun del opinólogo, ese oráculo griego, no ha sabido ser importado al ámbito de los corazones, las afinidades y las ternuras. Somos claros en sindicar como culpables de esta torpe reticencia a cierto humanismo cándido, flamígero y nocivo que ha encontrado en el mundo de los sentimientos el reducto último de sinsentido frente a la eficiente llegada del mercado. Bajo la consigna, de “ciegos, elegimos mejor” nos han privado, a nosotros, los consumidores sensatos, de la única referencia racional para escoger de quiénes rodearnos, dejándonos a tientas como huérfanos, perdidos como luciérnagas fugaces en la noche de los tiempos, sin saber a quien querer, ni por qué.

Los indicios de la intuición y la tradición oral, o, dicho sin disfraces, las discriminaciones en razón de riqueza, clase social, raza, estudios académicos, estatura, peso, antecedentes penales y demases, no son suficiente para garantizarnos que estamos con las mejores personas a nuestro alcance. Sin un sistema numéricamente traducible para expresar el valor de las personas, análogo -o idéntico en el mejor de los casos para hacer a las personas abiertamente conmensurables a los demás bienes- no logramos más que lo que un buen jugador de casino. El tiempo escasea y el ánimo también, limitando dramáticamente nuestras posibilidades de recabar la información suficiente para dar con elecciones infalibles. Más bien, y sin que importe el grado de confianza en las propias y esotéricas habilidades sensoriales tales como el tino o sus sucedáneos, ocurre que nos encontramos sin excepciones en el dilema de morir solos o tirar los dados.

¿El precio de la mentira humanista? Demasiado alto.

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